sábado, noviembre 10, 2007

ARROZ CON MANGO Y FOTOS




Éstas son algunas imágenes que quise compatir con ustedes, no tienen nada que ver la una con la otra pero vale la pena verlas.

viernes, noviembre 09, 2007

MUERTE NATURAL


Por: Miguel Montes Camacho

Y ahí estaba yo, al pie del caño putrefacto del que solo expelían olores fétidos que se sumaban a los del cuerpo descompuesto que yacía flotando con las manos y piernas abiertas, como formando una X.

Me río y luego pienso: soy un desgraciado. Pero que le voy a hacer si eso es lo que soy, un morboso más, que satisfacía sus ganas de sangre con el espeluznante cuadro que ofrecía una mañana cualquiera en una ciudad normal.

Él estaba dentro del agua, totalmente desnudo e hinchado. Debía tener 3 o 4 días de muerto y ahora era el centro de atracción, quizá en vida nunca lo fue.

Y es que como no iba a llamar la atención, si en su cuerpo se podían ver inmensos coágulos internos de sangre que parecían iban a estallar, su cabeza estaba inflada y sus ojos, que digo, los huecos en los que alguna vez estuvieron los ojos estaban salidos y picados por aves de rapiña que aún no han podido identificar.

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Una profunda y certera cortada en su pecho, me hacían pensar en la crueldad y la sangre fría que tuvieron sus asesinos a la hora en que decidieron que él ya no sería de este mundo.
Moscas, peces, sapos y todo tipo de animales se daban un banquete y buscaban la mejor presa de lo que ahora no era más que un desperdicio.
Pasaban los minutos y yo seguía en el sitio, no sé bien porqué, pero después de haber visto el “muñequito” quería saber más y mi mente comenzaba a inventarse historias de terror sobre el trágico final de aquel hombre.
La gente hablaba y hablaba, casi al un unísono apuntaban a decir que: “algo debía ese man”, “por bueno no lo mataron”.
Yo no musitaba palabra pero parecía estarme escuchando. No necesitaba decir nada para saber que si estaba parado en ese lugar era porque quería ver una vez más la indolencia e indiscriminación de la muerte.
Pero nada, mi parte más humana me señalaba el drama que escondía aquella escena, pero la otra - no se cuál - me revelaba que no estaba sorprendido. No se imaginan lo aterrador que fue descubrir que veía aquel hecho como algo natural, algo de todos los días.
Llegaban los del CTI, los de la Policía y desde luego más curiosos. Todos convertidos en espectadores morbosos para los que la muerte violenta de otro hombre no significaba más que un asunto de curiosidad en el que lo único que buscábamos era saber detalles que calmaran nuestra curiosidad morbosa.
Cuanta tristeza y vergüenza sentí al saber que ya me acostumbré, soy uno más, ya no se me arruga el corazón.
Pero sé que no tengo la culpa, porque vivo en un lugar en el que la vida no tiene valor, no tiene precio y peor aún, en muchos casos, no tiene sentido.
El hambre y la pobreza no son razones para desear seguir existiendo y eso es lo que abunda en este país.
Mañana será otro día y se espera que otro hombre o mujer quede tendido en el pavimento, en la tierra o flote en el agua para seguir la maldita tradición de ver llegar a una muerte a la que nos acostumbramos y que se quedó a reinar entre nosotros.

LOS TIEMPOS DE LA COMETA


Miguel Montes Camacho.

Raúl es un viejo conocedor de los secretos para volar cometas, los aprendió de su padre y ahora quiere que su hijo, David, continúe con la tradición.

Él cuida cada detalle antes de empezar con su labor de vuelo, indicando a su pequeño hijo el lugar preciso para hacerlo.

Un terreno amplio en el que el cielo se vea con claridad es el espacio adecuado para intentar el despegue del barrilete.

Uno, dos y hasta 15 pasos cuenta David, con cometa en mano, antes de levantarla de cara al sol, en espera de que el viento sople a favor y permita su vuelo.

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A la distancia Raúl habla fuerte intentando dirigir los movimientos de David, quien sin desdibujar la sonrisa en su rostro, sigue atentamente las órdenes, entendiendo que de ello depende el éxito o fracaso de su misión.

La brisa azota y el cielo se ve despejado. La cuerda que sostiene Raúl está tensionada y en las manos de David está el barrilete, que si pudiera hablar diría: suéltenme que yo me voy.

En unos instantes, eso es precisamente lo que ocurre. El papá le grita a su hijo la palabra clave: suéltalo. Y allá va, primero dando tumbos ondeantes y luego gracias a la experiencia del “viejo cometero”, elevándose firme por el cielo azul, que lo espera para probar de qué está hecho.

David, quien observa atentamente, ríe y corre al encuentro con su padre. Éste trata de sincronizar los movimientos de sus manos para equilibrar el vuelo del barrilete que él mismo le fabricó como regalo de cumpleaños.

“Papi yo quiero volar”, dice emocionado David; “espérate que esto es con calma”, replica el padre.

Sin perder de vista la cometa Raúl hace un nuevo llamado al pequeño, esta vez con el propósito de entregarle la responsabilidad de mantener en lo más alto la frágil cometa, que cada vez se aleja y se ve insignificante en la inmensidad.

Por fin se da para David lo que durante casi media hora estuvo esperando: tener en sus manos el que para él ha sido el mejor obsequio que le han podido dar en su corta vida.

Con el cambio de dueño, el barrilete se nota inestable, como exigiendo que lo dejen en paz, pero sólo es cuestión de segundos lograr que se acostumbre a unas nuevas manos que comienzan a soltarle más cuerda, pretendiendo llegar más lejos.

Raúl alerta al “nuevo cometero” sobre el riesgo que se corre queriendo llegar más alto de lo que se puede, “como no te avispes se te acaba el hilo y te quedas sin nada”. Un buen punto que David no sabía pero que desde ahora quedará registrado en su memoria para vuelos posteriores.

Pasa el tiempo y el pequeño sigue concentrado, calmado y acostumbrándose a la sensación de calma que produce sentir el movimiento del viento guiando las manos.

El ciclo se estaba cumpliendo, un abuelo que enseñó a un padre y éste que enseña a su hijo, eran la mejor muestra de la manera en que una tradición puede sobreponerse al paso de los años.

Este fue un ejercicio en el que David aprendió una nueva experiencia, que aunque sencilla lleva consigo el valor incalculable de una cultura que se resiste a ser olvidada y que ahora él podrá extender.

Para Raúl y su hijo más que un juego se trató del primero de muchos vuelos juntos, en el que algo queda claro y es que la cometa, como el ser humano, se eleva más alto en contra del viento, no a su favor.